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La amabilidad que refleja su rostro, es la misma con la que realizaba su trabajo. Así es Sandra Chunza, una mujer que convirtió su tragedia en labor de todos los días.

 

 

 

“Yo vivía en Tocancipá, mis padres se separaron y mi mamá luego tuvo otro señor, y el se suicidó. Mi mamá se refugió en el alcohol y a mi me tocó trabajar. Yo tenía 16 años y comencé a trabajar en una funeraria”. Cuenta una tanatóloga ya retirada que vive con sus dos hijos y su esposo en el municipio de Cogua. La tanatopraxia – el arte de arreglar y maquillar cadáveres ­­– es una profesión que genera rechazo y desprecio dentro de la sociedad; sin embargo, a ella parece importarle poco o nada los mitos sociales que se han creado alrededor de este tema. Su voz tranquila y fluida demuestran el amor y la pasión que le sigue teniendo a su profesión.

 

Sandra es una persona que ha vivido con la muerte durante gran parte de su vida. En un principio, las circunstancias de la vida la llevaron a trabajar en funerarias como asesora de ventas; después, se interesó por el tema y con mucho entusiasmo comenzó a realizar servicios tanatólogos en diferentes municipios aledaños a Bogotá, convirtiéndose en un negocio muy rentable. “Esto para mí se había convertido en un vicio; yo vivía en Tocancipá y en la autopista siempre había muerto, siempre había trabajo”. El primer acercamiento con la muerte que Sandra Chunza, una mujer de 28 años de edad, amable y con voz tranquila, le cambió su vida para siempre. Aunque accidentalmente tuvo que realizar trabajos que en su momento no deseaba hacer, con el paso del tiempo se convirtió en un “vicio” como ella misma lo llama.

 

Es paradójico que la muerte de una persona y el sufrimiento de una familia sea motivo de alegría y trabajo para otra.  Durante más de diez años Sandra vivió de la muerte, y esto la llevó a querer vivir junto a ella. “Me encantaba mi trabajo” decía mientras una sonrisa se dibujaba en rostro.

 

La naturalidad con la que Sandra habla del negocio es llamativo. Un tema tan estigmatizado por la sociedad es común en su casa. Mientras contaba anécdotas de su trabajo, sus dos hijos, un niño de 2 años aproximadamente y una niña de 10, se paseaban por la sala de su casa sin prestar mayor atención a los fríos relatos de su madre.

 

Sandra ha estado rodeada por la muerte más de lo común. Además de su trabajo, vivió en el municipio de Guateque, declarado zona roja por la ola de homicidios y atentados que perpetuaban los grupos armados ilegales. Sin embargo, esta zona era perfecta para que Sandra desempeñara su labor. “una vez mataron a un muchacho en unas ferias y fiestas. La familia del muerto me pidió el favor que le atara los dos dedos gordos de los pies con una cinta para que el culpable de su muerte se entregara. A los dos días el asesino se entregó a la policía”. Sandra no es una mujer que cree en brujería ni mitos alrededor de la muerte. Sin embargo ese día quedó impresionada con lo que había sucedido. “Nos demoramos más amarrándole los deditos que el que lo había matado en entregarse”, añade con una voz de asombro.

 

Por natural que sea el tema de la muerte y la taxonomía para Sandra, su voz se entrecorta con las diferentes historias que le ha dejado su trabajo. Los niños han sido su gran debilidad. Arreglar a un niño para su funeral es una tarea  el sufrimiento de la familia genera gran presión en el momento de realizar el proceso. Sin embargo, Sandra intentó alejarse de sus emociones para poder realizar satisfactoriamente su trabajo. En esta profesión, más que en ninguna otra se debe respetar el trabajo y hacerlo con total profesionalismo, para que temas tan delicados no alteren el orden de las personas ni alteren sus emociones.

 

Los tanatólogos son conocidos como chulos, pues están alerta si alguna muerte ocurre dentro de su perímetro de acción. Sandra comenta que adquirió un radioteléfono de la policía, lo cual es ilegal, para conocer en qué sitios habían accidentes, para llegar allí y ofrecer sus servicio de arreglo de cadáveres. “El negocio es muy rentable, en una noche pueden aparecer 4 o 5 muertos y de eso sacamos buen porcentaje” cuenta Sandra. Sin ataduras en su lenguaje, cuenta cómo la muerte se ha convertido en un negocio, en el cual la muerte de una persona le da de comer a otra. A Sandra no le da pena su profesión; pero prefiere no responder a quien le pregunta que a que se dedica. “Me parece incómodo cuando digo que soy tanatóloga y la gente pregunta que si no me da cosa, asco o impresión. Prefiero decir que soy ama de casa”.

 

“En Guateque, una vez nos llamaron porque había un muerto en la carretera. Yo fui a marcar el perímetro y el cuerpo estaba en un pozo séptico. Era insoportable el olor. Ese hombre había sido amarrado y tirado a ese hueco por sus propios hijos. Cuando hicimos la necropsia  encontramos unas esmeraldas. Ahí se descubrió la razón de su muerte”. Este fue una de las anécdotas que Sandra recordará por siempre. Fue tanto el impacto que 10 años después recuerda cada detalle de esa noche fría en la vía de acceso al pueblo.

 

Sandra confiesa que el trabajo se le convirtió en un vicio. “Yo tenía un radioteléfono que me informaba el código de muerte, el 901. Cada vez que yo escuchaba un 901 salía corriendo, sin importar la hora, al lugar para lograr vender mis servicios. A veces ni agua en la cara”; muchos le huyen pero ella la busca. Y la busca con toda la pasión que alguien puede tener hacia su trabajo. Una búsqueda que se acerca a la muerte, pero que huye de la soledad, su gran miedo.

El negocio detrás de la muerte

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